El sagaz y siempre original Héctor Riveros, en la Silla Vacía, escribió una interesante columna. Comienza con una especie de queja: que las reformas de Petro son calificadas por los medios como un repertorio de iniciativas nocivas. Que se muestran desde la perspectiva dañina. Algo de razón tiene pero tal vez habría que reprochar que limita su análisis al territorio de los “medios tradicionales”. Omite el gran volumen de justificación —legítima— de la obra presidencial, en particular en la profusión de mensajes en las redes de comunicación. Ni menciona la vehemente defensa que hace el propio presidente, en ejercicio de su derecho, aunque muchos resentimos el lenguaje de estigmatización y odio que bascula, no sabemos en función de que turbulencias internas suyas o del gobierno, entre el llamado al Pacto Nacional y las descalificación de los descendientes de los “esclavistas”, los oligarcas cuyos intereses defienden a capa y espada, sangre de por medio. Pero esa es harina de otro costal.
No obstante, habría que reconocer que esa oposición y esa defensa, ambas igualmente unilaterales, desafortunadamente son propias del ejercicio político, aquí y en Cafarnaún. Es la política como búsqueda del poder y el triunfo. Es el aliento a la fanaticada. En otro terreno, es difícil pedirle a los de millos que reconozcan los méritos de los santafereños. No todos somos del Once Caldas.
Ese abordaje universal, sin embargo, tiene ya ribetes patológicos entre nosotros. Mucho habría que hacer en este terreno: el disenso duro, broco, pero alejado del sectarismo y la ferocidad.
Ocurre no obstante que lo que echa de menos Riveros corresponde más a la reflexión articulada, más cercana a lo académico que al ejercicio electoral.
En mi caso, en el Senado, es lo que he tratado de hacer. Sopesar cada cosa en función, hasta donde sea posible, de análisis racionales que reconozcan las debilidades del argumento propio y los méritos del ajeno antes de tomar decisiones. Es una tarea desagradecida, castigada por ambos extremos del abanico político.
Luego Riveros articula una interesante defensa de las reformas gubernamentales. Aunque bordea aquello que ha sido objeto de crítica al principio de su columna, puesto que escribe por un solo ojo y omite el análisis de los desperfectos de ellas. El autor dirá, con algo de razón, que esta es simplemente una réplica, un acto de legítima defensa. Y está bien.
El problema es que, al igual que gobierno, oposición y defensores a ultranza, borra del mapa la franja que quienes apoyamos mucho de las reformas pero creemos tener derecho a apuntar riesgos.
Vamos una a una:
Hay buenas razones en pro de la reforma pensional. Acoger a los viejos no cotizantes, aminorar el impacto de los altos subsidios, aligerar la tesorería del Estado. Pero lo que no mira Riveros es que las críticas principales van por otro lado: si el pago de ayudas a los viejos no cotizantes debería llevarse al tesoro público y no a un sistema sobrecargado financieramente. Segundo, el impacto fiscal a futuro. Alivio ahora para sufrimiento en 2050 o 2070, dicen algunos economistas. Tercero: la acumulación de la caja sobrante en forma que garantice ahorro y no dilapidación. Cuarto: no tocar los regímenes especiales es una comprensible decisión política, pero financieramente deja vivo el mayor hueco negro fiscal. Por fin, si el baremo de los tres salarios mínimos es alto. Se propone revisarlo. Obviamente, entre los críticos hay intereses. Pero pedimos espacio para quienes no los tenemos, para poder ejercitar nuestro derecho a la sana crítica sin ser calificados (no por Riveros) de fascistas, uribistas o, al menos, neoliberales. Aunque ya no se sabe qué es peor.
Laboral: hasta donde he estudiado, tiene razón Riveros en que las modificaciones sobre horas extras, dominicales, etc. para generar empleo, no rindieron los frutos esperados. Me propongo votar favorablemente las ideas del gobierno en este punto, no sin antes cuidar de aca. Veo otras cosas saludables en la propuesta, pero no tanto en el terreno del derecho colectivo. Una concentración de mayores privilegios para una base sindical escasa, y un hálito de principios de siglo pasado, calcado de la idea de empleadores abusivos —que los hay— sin parar mientes en que muy buena parte del sindicalismo campea en la esfera oficial y de servicios públicos. Resulta que esos patronos arbitrarios somos nosotros, usuarios y pagadores de impuestos. Por fin, la reforma no atiende bien la enorme tasa de informalidad, lo que permite soltar una pregunta: ¿Dónde debe estar la izquierda? ¿En los ya protegidos así haya insatisfacción? ¿O en la masa irredenta que carece de voz? Tampoco bucea en las nuevas modalidades flexibles del mercado laboral. Aquí la afectación a los jóvenes es grande.
Salud: aquí hay una discusión universal que es la pepa del asunto: estado vs. iniciativa privada. No debería ser pecado optar por una u otra vía. Lo que resiente uno es que muchas veces se discute dejando de lado la evidencia. Y no, Héctor, no es que a uno le parezca malo invertir más en salud. La pregunta es si se puede mejorar dejando vivo el sistema actual con correctivos y supervisión, o si es necesario resolver la pepa de manera distinta a la de los últimos treinta años. Ambas nociones tienen sus esqueletos en el closet. Seguro Social para el 25 por ciento de la población y peor, antes, medicina privada y los demás a las salas de caridad de los hospitales. Y del otro lado, cuántas saludcoopes, latrocinios y quiebras. Sin dejar de lado la peor falencia. Las centenas de municipios con magra atención; o ninguna.
Que al alguien le parezca que paga con gusto el lucro de las EPSs (cuyo monto no se sabe realmente) para gozar de atención razonable (no es el peor sistema de salud del mundo) no tendría que ser motivo para que los usuarios, simples y ramplones, seamos calificados (tampoco por Riveros) como sátrapas desalmados sin empatía ninguna por los que sufren. Reivindicamos el derecho a opinar sobre alternativas y desperfectos, sin dejar de aplaudir plausibles aspiraciones del gobierno.