«—¿Viste, hermano? El hombre tirado ahí, todo muerto. Cantidades de agujeros rojos en su piel, hermano. Es un arma secreta de la CIA. Como un rayo láser, no joda. ¿Viste su cara? La mirada vacía, como ojo de salamandra. La boca entreabierta. Los dientes apenas se asoman, como un curí. Un gesto que no le vimos nunca cuando estaba vivo. Y la piel llena de huequitos, de puntos rojos, hasta el último de los milímetros, hasta el más escondido de los repliegues. Moncho Román se acercó al cadáver y le dio dos o tres palmaditas en el vientre. Algunos kilos de más hicieron que continuara ondeando, como gelatina, durante varios segundos, con un leve tremor que se desvaneció lentamente. —¿Qué te pasó, Hércules? —le habló con cariño, con un cariño que nunca, en vida, le había expresado. Acercó su boca al oído del cadáver de Hércules Pretorius, como si quisiese que nadie se enterara de lo que le decía. —¿Qué te pasó, maestro? —le dijo mientras volvía a poner su mano sobre el vientre, pero ahora ya no le daba ligeros golpes, sino que lo frotaba, como cuando uno encuentra con un ser querido, largo tiempo ausente, y le acaricia la espalda en medio de un abrazo fragoroso. Después examinó su piel, lentamente, escudriñando los cientos de pequeños cráteres purulentos. “¡Afuera, hermano!”, gritó el capitán García, mientras abría como una tromba la puerta de vaivén de la enfermería de la Brigada. Román hizo un ligero rictus de sorpresa, acompañado de un leve movimiento de la mano que tenía sobre la piel de Pretorius, casi imperceptible. —Tienen que salir ahora. Mi coronel está en camino. Ya es mucha gracia, cabrones, que los haya dejado entrar aquí».