Todo arranca con la Convención Americana de Derechos Humanos sobre la competencia para quitarles la investidura a funcionarios elegidos por voto popular, la cual se restringe a “juez competente, en proceso penal”.
Destituido Petro por la Procuraduría, litigó y ganó con razón en la CIDH. Y a partir de allí se ha convertido en adalid de la tesis que exige condena por juez en proceso penal para desinvestir a los elegidos.
Cuando se expidió la Constitución de 1991, estando ya vigente la Convención, el constituyente decidió aumentar los poderes de la Procuraduría hasta permitirle la remoción. Algunos factores incidieron en esto: la Asamblea recogió el clamor de una ciudadanía ansiosa de más mecanismos contra la corrupción rampante. Y el enorme prestigio de la Procuraduría en ese momento.
Ante la decisión de la CIDH en el caso Petro, se expidió una ley de compromiso: mantener los poderes de la Procuraduría aunque sin carácter jurisdiccional y sujetar las desinvestiduras a una revisión de la justicia administrativa. Esa ley fue declarada constitucional por la Corte. Pero en la práctica crea un apéndice artificial que va a terminar enredando las cosas. Ya veremos alcaldes corruptos apoltronados en el paso del tiempo.
El balance hoy es este: Petro tiene razón en el origen del problema: la Procuraduría, en su caso, violó la Convención. Fueron garantizados sus derechos de manera correcta. Pero no la tiene en cuanto que la fórmula transaccional de la Ley 2094 fue avalada en el plano constitucional con fuerza de cosa juzgada por el cuerpo competente que es la Corte Constitucional. A la luz de esto, en el fondo, pretende sobreponer la Convención por encima de la decisión interna del órgano competente.
Sería un caso de pretendido control de convencionalidad por encima de la competencia de la Corte Constitucional, que es la encargada de la guarda de la Constitución en nuestro derecho interno. Esta pretensión no solo implica recorrer un arduo camino, lleno de aristas, sino que padece de otras dos debilidades: el control de convencionalidad, aún si tuviese la dimensión que le atribuye Petro, no le corresponde al Presidente, pese a lo cual decidió mantener en el cargo el alcalde de Riohacha. Esta posición de Petro no tiene sustento en la división de poderes.
Dejemos la complejidad jurídica. La pregunta es: ¿qué le conviene más a Colombia en esta circunstancia de corrupción generalizada? ¿Admitiendo el valor democrático del voto, no es exagerado mantener durante largo tiempo a toda costa funcionarios elegidos, privando a la sociedad de acciones rápidas ante casos graves de carácter disciplinario? ¿Cuando la Convención habla de condena en proceso penal, está impidiendo que en casos no penales existan mecanismos de remoción? ¿Podría interpretarse que la garantía que brinda la Convención Americana se refiere a delitos penales, pero que eso no inhibe decisiones de otras autoridades en casos meramente disciplinarios, tal como lo entendieron el Congreso y la Corte Constitucional al determinar que basta la revisión por el Consejo de Estado, que no es juez penal? ¿La tesis de Petro no pone en riesgo la pérdida de la investidura atribuida a este Consejo?
Coda: Le luciría más a Petro que no hiciese ese despliegue para defender alcaldes acusados en vez de aplicar todas las herramientas para limpiar la administración. La Convención está desbordada por el diluvio de corrupción. Ya tenemos decenas de candidatos inhabilitados refugiados en la sentencia Petro. ¿No debería el Gobierno más bien plantear una reformulación de la Convención Americana para ampliar y modernizar la lucha contra la corrupción?
Columna:
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